Gorka Zamora-López
This summer I spent some days in my hometown and, after many years, I opened those boxes gathering dust at my parent’s place. Some of the toys I used to play with, our first computer, the music cassettes for the walkman and … most importantly: the photos and my old diaries. It’s been a couple days of regression to those times and introspection. Among my diaries I found a short tale that I wrote when I was eighteen, during my first undergraduate year as a physics student.
The tale treats more a philosophical matter than a scientific one, but I thought it would be nice to give it a space in the blog. It was written in spanish. I hope I can bring an english version one day, although it will be tough. It is titled “Nada” which means “nothing.” However, “nada” has a broader connotation towards emptyness or nothingness than the english word nothing itself. In spanish, we would say “aquí no hay nada” to mean that a place is empty. So, the tale plays with this dual connotation. It is a tale about existence, and the origin of existence. Thus about genesis, and the origin of genesis.
“Nada”
Érase una vez un lugar en el que no había nada. Un lugar vacío en el que no había nadie, un lugar al que le faltaban los mares y las montañas. En el que no había ni estrellas ni planetas. Un lugar donde los cometas no tenían rumbo porque no había cometas. Allí donde la gente no volaba en sus sueños porque no había sueños. Un vacío sin luz en el que ni siquiera la oscuridad brillaba. Un lugar sin nada, que ni el vacío llenaba. Un lugar en el que, por no haber nada, ni siquiera había un lugar.
Un día, Dios se arrastró hasta aquel lugar inexistente, donde el tiempo no corría porque tampoco estaba parado. Se abrió hueco y entró. Entonces Dios, apenado por aquel lugar que no era lugar, extrajo una ínfima parte de su cuerpo que convertiría en polvo. Polvo que se convirtió en una estrella. Una estrella de la que nació la luz, y con la luz—como un hermano inseparable—nació también la oscuridad. Dios estaba maravillado de lo que había conseguido con tan poquito esfuerzo. Había convertido en algo aquello que no existía y, ahora, aquello era un lugar donde no había casi nada. Pero ya había una estrella, calor donde antes no había frío, luz donde no había oscuridad, y decidió seguir llenando aquél lugar donde ahora reinaba el vacío. Trabajó mucho y muy duro, día y noche, meticuloso y perfeccionista, hasta crear millones de cuerpos celestes. También creó cielos bajo los cuáles poder descansar y contemplar las estrellas, los planetas, los cometas, los asteroides, las galaxias e incluso aquellos agujeros que tan raros le habían salido. Con el tiempo—que ahora si existía—Dios fue perdiendo el interés por aquellas creaciones. Aquél lugar dejó de ser divertido y decidió dar vida a un planeta. Dios volvió a sonreír, a disfrutar viendo aquel paraje azul y verde donde las plantas y los animalitos crecían, jugaban y se cazaban.
Pero tanta belleza le hizo sentirse sólo, vacío. Fué entonces cuando se le ocurrió crear unos seres con los que poder compartir todo aquello. Seres que fueran conscientes de aquél lugar maravilloso, conscientes de su propia existencia. Sin que se dieran cuenta, les enseñó a usar lo que tenían a su alrededor. A modificarlo y a utilizarlo para que también ellos pudieran disfrutar del don de crear. Dios estaba orgulloso de sí mismo y por fín era feliz. Sabía que aquello era lo máximo que llegaría su capacidad. Se quedó embobado, contemplando cómo sus hijos aprendián y creaban por su propia cuenta, hecho que le fascinaba y que—al mismo tiempo—le extrañaba. Cada vez creaban más y mejor, se superaban a sí mismos a pasos agigantados. Tanto, que empezaron a recordarle a sí mismo. Claro, ¡eran sus hijos!
Un día, Dios encontró un grupo de aquellos seres mirando al cielo y pensó complacido: “ellos también admiran y disfrutan de mis estrellas, de mis creaciones.” Pero no dejaban de mirar y cada vez lo hacían con más intensidad. Aquello le sorprendió. El grupo inicial empezó a crecer. Cada vez venían más seres, que se les unían y miraban al cielo todos juntos. Más que deleitarse y maravillarse, parecían estar escrutando el cielo, como si esperasen encontrar algo entre las estrellas. “Pero el qué“–pensó Dios. Acaso … no podía ser … ¿le buscaban a él?
Entonces, “Dios” comprendió. Levantó su mirada y, dejando atrás a sus hijos, a sus creaciones, se marchó también. A buscar.
Algorta, 30 de Enero de 1997
About the Author
Gorka Zamora-López is a researcher on several topics regarding complexity, the brain and cognition.